lunes, 26 de mayo de 2008

Parabolas


EL VIEJO ABUELO Y EL NIETO
Érase una vez un hombre muy anciano al que los ojos se le habían vuelto turbios, sordos los oídos y las rodillas le temblaban.
Cuando estaba sentado a la mesa y ya casi no podía sostener la cuchara, derramaba algo de sopa sobre el mantel y otro poco de sopa le volvía a salir también de la boca.
Su hijo y la esposa de su hijo sentían asco de ello y en consecuencia, el viejo abuelo hubo de sentarse, finalmente, en la esquina detrás de la estufa. Le daban la comida en un cuenco de barro, y ésta ni siquiera era suficiente para saciarle.
Cierto día, sus manos temblorosas no pudieron sujetar el cuenco y éste cayó al suelo y se rompió. La mujer joven le regañó, mas él no dijo nada y se limitó a suspirar.
Entonces ella le compró por pocas monedas una vasija de madera, de la que él habría de comer en adelante. Cuando de esta forma están sentados el nieto pequeño, de cuatro años, comienza a acarrear tablitas y a dejarlas en el suelo.
- «¿Qué es lo que estás haciendo?»> le preguntó el padre.
- «Voy a hacer un comedero» -respondió el niño- «para que coman de él papá y mamá cuando yo sea grande».
Entonces el padre y la madre se miraron un rato de hito en hito, comenzaron finalmente a llorar y se apresuraron a traer al viejo abuelo a la mesa.
Desde entonces le dejaron comer siempre junto a ellos y tampoco dijeron nada si alguna vez derramaba un poco de sopa.


UNA REACCIÓN CON BUEN TEMPLE

Desde lo alto de un cocotero, un mono arrojó un coco sobre la cabeza de un sufí.
El hombre lo recogió, bebió el dulce jugo, comió la pulpa y se hizo una escudilla con la cáscara.
Gracias por criticarme.


LA MANTA

Un padre casó a su hijo y le donó toda su fortuna. Se quedó a vivir el padre con los recién casados, y así pasaron dos años, al cabo de los cuales nació un hijo al matrimonio.
Fueron luego sucediéndose los años, uno tras otro, hasta catorce. El abuelo, valetudinario ya, no podía andar sino apoyado en su bastón, y se sentía sucumbir bajo la aversión de su nuera, la cual era orgullosa y Ana, y decía continuamente a su marido:
—Yo me voy a morir pronto si tu padre continúa viviendo con nosotros. Me es imposible sufrir ya por más tiempo.
El marido se fue a encontrar a su padre y le habló de esta manera:
—Padre, salid de mi casa. Ya os he mantenido por espacio de doce años o más. Idos a donde queráis.
—Hijo, no me eches de tu casa. Soy viejo, estoy enfermo y nadie me querrá. Por el tiempo que me queda de vida no me hagas esta afrenta. Me contento con un poco de paja y un rincón en el establo.
—No es posible, idos. Mi mujer lo quiere.
- !Que Dios te bendiga, hijo mío! Me voy, ya que así lo deseas; pero al menos dame una manta para abrigarme, pues estoy muerto de frío.
El marido llamó a su hijo, que era todavía un niño.
—Baja al establo —le dijo— y dale a tu abuelo una manta de los caballos para que tenga con qué abrigarse.
El niño bajó al establo con su abuelo; escogió la mejor manta de los caballos, la más holgada y menos vieja, la dobló por la mitad, y, haciendo que su abuelo sostuviera uno de los extremos, comenzó a cortarla sin hacer caso a lo que el anciano, tristemente, le decía:
—¿Qué has hecho, niño? —exclamó el abuelo—. Tu padre ha mandado que me la dieses entera. Voy a quejarme a él.
—Obrad como gustéis —contestó el muchacho.
El viejo salió del establo y, buscando a su hijo, le dijo:
—Mi nieto no ha cumplido tu orden: no me ha dado más que la mitad de una manta.
Dásela por entero —le dijo el padre al muchacho.
—No, por cierto —contestó el rapaz—. La otra mitad la guardo para dárosla a vos cuando yo sea mayor y os arree de mi casa.
El padre, al oír esto, llamó al abuelo, que ya se marchaba
—!Volved, volved, padre mío! —le dijo -. Os hago dueño y señor de mi casa, lo prometo por san Pedro. No comeré un pedazo de carne sin que vos hayáis comido otro. Tendrá un buen aposento, un buen fuego, vestidos como los que llevo...
Y el buen anciano lloró sobre la cabeza del hijo arrepentido.



LA COSECHA

Las ramas de los árboles que bordeaban el camino se doblaban doloridas, ante el peso de tanta flor. De lejos, llegaban flotando en el cálido aire primaveral las notas alegres de una flauta. Toda la gente se había ido a los bosques, a celebrar la fiesta de las flores. En lo alto del cielo, la luna llena observaba las sombras del pueblo silencioso.
El joven asceta paseaba por la calle solitaria, mientras sobre él los cuclillos enamorados lanzaban desde las ramas del mango su queja desvelada. Upagupta atravesó las puertas de la ciudad y se detuvo en la base del torreón. ¿Quién era aquella mujer tendida al pie de la muralla? Abatida por la peste negra, el cuerpo cubierto de llagas, había sido arrojada de la ciudad.
El asceta se sentó a su lado, apoyó la cabeza, humedeció con agua sus labios y untó de bálsamo su cuerpo hinchado.
—¿Quién eres, que así te compadeces? —preguntó la mujer.
—Ha llegado la hora en que debía visitarte, y aquí me tienes a tu lado —contestó el joven asceta.

EL SOL Y LA NUBE

El Sol viajaba por el cielo, alegre y glorioso. En su carro de fuego, despedía sus rayos en todas direcciones.
En las viñas, cada racimo de uva que maduraba robaba un rayo por minuto, incluso dos. Y no había hierba, araña, flor o gota de agua que no tomase parte.
Una nube de tempestuoso humor murmuraba:
—Deja, deja que todos te roben: verás de qué manera te lo agradecerán cuando ya no te quede nada que puedan robarte.
El Sol seguía alegremente su viaje, regalando rayos a millones, a billones, sin contarlos.
Sólo en su ocaso contó los rayos que le quedaban, y, mira por dónde, no le faltaba ninguno. La nube, sorprendida, se deshizo en granizo.
El Sol se tiró alegremente en el mar.



ESTOY AHÍ FUERA

Érase una vez una mujer muy devota y llena de amor de Dios. Solía ir a la iglesia todas las mañanas, y por el camino solían acosarla los niños y los mendigos, pero ella iba tan absorta en sus devociones que ni siquiera los veía.
Un buen día, tras haber recorrido el camino acostumbrado, llegó a la iglesia en el preciso momento en que iba a empezar el culto. Empujó la puerta, pero ésta no se abrió. Volvió a empujar, esta vez con más fuerza, y comprobó que la puerta estaba cerrada con llave.
Afligida por no haber podido asistir al culto por primera vez en muchos años, y no sabiendo qué hacer, miró hacia arriba.., y justamente allí, frente a sus ojos, vio una nota clavada en la puerta con una chincheta.
La nota decía: «Estoy ahí fuera».
SACOS DE AMOR

Dos hermanos, el uno soltero y el otro casado, poseían una granja cuyo fértil suelo producía abundante grano, que los dos hermanos se repartían a partes iguales.
Al principio todo iba perfectamente. Pero llegó un momento en que el hermano casado empezó a despertarse sobresaltado todas las noches, pensando: «No es justo. Mi hermano no está casado y se lleva la mitad de la cosecha; pero yo tengo mujer y cinco hijos, de modo que en mi ancianidad tendré todo cuanto necesite. ¿Quién cuidará de mi pobre hermano cuando sea viejo? Necesita ahorrar para el futuro mucho más de lo que actualmente ahorra, porque su necesidad es, evidentemente, mayor que la mía».
Entonces se levantaba de la cama, acudía sigilosamente adonde su hermano y vertía en el granero de éste un saco de grano.
También el hermano soltero comenzó a despertarse por las noches y a decirse a sí mismo: «Esto es una injusticia. Mi hermano tiene mujer y cinco hijos y se lleva la mitad de la cosecha. Pero yo no tengo que mantener a nadie más que a mí mismo. ¿Es justo, acaso, que mi pobre hermano, cuya necesidad es mayor que la mía, reciba lo mismo que yo?».
Entonces se levantaba de la cama y llevaba un saco de grano al granero de su hermano.
Un día, se levantaron de la cama al mismo tiempo y tropezaron uno con otro, cada cual con un saco de grano a la espalda.
Muchos años más tarde, cuando ya habían muerto los dos, el hecho se divulgó. Y cuando los ciudadanos decidieron erigir un templo, escogieron para ello el lugar en el que ambos hermanos se habían encontrado, porque no creían que hubiera en toda la ciudad un lugar más santo que aquél.

ESO SÍ QUE ES ENTUSIASMO

Un animoso joven que acababa de obtener su diploma de fontanero fue a ver las cataratas del Niágara. Y, tras examinar el lugar durante un minuto, dijo: «Creo que podré arreglarlo».
EL MONJE AVARO

Gessen era un monje budista dotado de un excepcional talento artístico. Sin embargo, antes de comenzar a pintar un cuadro, fijaba siempre el precio por adelantado. Y sus honorarios eran tan exorbitantes que se le conocía con el sobrenombre de «el monje avaro».
En cierta ocasión, una geisha envió a buscarle para que le hiciera un cuadro. Gessen le dijo:
- «¿Cuánto vas a pagarme?» Como la muchacha tenía por entonces un cliente muy rico, le respondió:
- «Lo que me pidas. Pero tienes que hacer el cuadro ahora mismo, delante de mi».
Gessen se puso a trabajar de inmediato y, cuando el cuadro estuvo acabado, pidió por él la suma más elevada que jamás había pedido. Cuando la geisha estaba dándole su dinero, le dijo a su cliente:
- «Se dice que este hombre es un monje, pero sólo piensa en el dinero. Su talento es extraordinario, pero tiene un espíritu asquerosamente codicioso. ¿Cómo puede una exhibir un cuadro de un puerco como éste? ¡Su trabajo no vale más que mi ropa interior!»
Y, dicho esto, le arrojó unas enaguas y le dijo que pintara en ellas un cuadro. Gessen, como de costumbre, preguntó:
- «¿Cuánto vas a pagarme?»
- «¡Ah!», respondió la muchacha, «lo que me pidas»
Gessen fijó el precio, pintó el cuadro, se guardó sin reparos el dinero en el bolsillo y se fue.
Muchos años más tarde, por pura casualidad, alguien averiguó la razón de la codicia de Gessen.Resulta que la provincia donde él vivía solía verse devastada por el hambre y, como los ricos no hacían nada por ayudar a los pobres, Gessen había construido en secreto unos graneros y los tenía llenos de grano para tales emergencias. Nadie sabía de dónde procedía el grano ni quién era el benefactor de la provincia.
Además, la carretera que unía la aldea de Gessen con la ciudad, a muchos kilómetros de distancia, estaba en tan malas condiciones que ni siquiera las carretas de bueyes podían pasar, lo cual era un enorme perjuicio para las personas mayores y para los enfermos cuando tenían que ir a la ciudad. De modo que Gessen había reparado la carretera.
Y había una tercera razón: el maestro de Gessen siempre había deseado construir un templo para la meditación, pero nunca había podido hacerlo. Fue Gessen quien construyó dicho templo, en señal de agradecimiento a su venerado maestro.
Una vez que «el monje avaro» hubo construido los graneros, la carretera y el templo, se deshizo de sus pinturas y pinceles, se retiró a las montañas para dedicarse a la vida contemplativa y jamás volvió a pintar un cuadro.

LA SANGRE Y LA VIDA

Una niña estaba muriendo de una enfermedad de la que su hermano, de dieciocho años, había logrado recuperarse tiempo atrás.
El médico dijo al muchacho: «Sólo una transfusión de tu sangre puede salvar la vida de tu hermana. ¿Estás dispuesto a dársela?»
Los ojos del muchacho reflejaron verdadero pavor. Dudó por unos instantes, y finalmente dijo:
- «De acuerdo, doctor: lo haré».
Una hora después de realizada la transfusión, el muchacho preguntó indeciso:
- «Dígame, doctor, ¿cuándo voy a morir?»
Sólo entonces comprendió el doctor el momentáneo pavor que había detectado en los ojos del muchacho: creía que, al dar su sangre, iba también a dar la vida por su hermana.
EL POBRE JEREMÍAS

Jeremías estaba enamorado de una mujer altísima, y todas las noches, al regresar del trabajo a su casa, suspiraba por poder besarla, pero era demasiado tímido para pedírselo.
Una noche, sin embargo, se armó de valor y le dijo:
- «¿Querrías darme un beso?» Ella mostró su conformidad; pero, como Jeremías era extraordinariamente bajo de estatura, se pusieron a buscar algo sobre lo que pudiera subirse. Al fin, encontraron en una herrería abandonada un yunque sobre el que Jeremías alcanzó la altura deseada.
Tras caminar durante cerca de un kilómetro, Jeremías le dijo a la mujer:
- <<¿Podrías darme otro beso, querida?» - «No», respondió la mujer. «Ya te he dado uno, y es suficiente por hoy». Y Jeremías dijo: - «Entonces, ¿por qué no me has impedido cargar con este maldito yunque?»

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